Esconder el trabajo: Carlos, el cafetero del Centro Cívico que debe desalojar su puesto
Carlos Becerra lleva casi una década siendo cafetero en el Centro Cívico. Inspectores de la Municipalidad de Capital le pidieron que desmonte su trabajo.

Pido un cappuccino y una medialuna. Busco el alias para transferir.
—¿Carlos Becerra?
—El mismo de ayer, del año pasado y de siempre —responde.
Son las seis de la mañana y la ciudad bosteza. Visto de lejos, su puesto reluce como una guirnalda de luces. El flash del celular clavado en el servilletero, la luz neón del parlante portátil, el brillo del acero inoxidable de los termos. En una de las esquinas más transitadas de la ciudad, el cafetero reparte vasos de telgopor y semitas con la destreza de un malabarista. Viajan servilletas, bombillas, medialunas y semitas como parte de un número sin errores.

Carlos Becerra trabaja desde hace ocho años en el Centro Cívico. A principios de abril, inspectores municipales le dijeron que tenía que desalojar el lugar. Esto como parte del “reordenamiento de la vía pública”, ordenado por la intendenta de la Capital, Susana Laciar. Como a los feriantes y pancheros, a Carlos le pidieron que desmonte su fuente de trabajo.
—Los inspectores me conocen. Se notaba que les dolía tener que pedir que nos fuéramos.

La orden fue firme, pero “flexible”: le permitieron instalar su puesto de 6 a 8.30. Cuando termina de salir el sol, no debe quedar ni un solo cafetero en los veredines del edificio.
Todo se desmonta antes de que empiece el día de los legales. El trabajo se esconde.
Carlos no para. Atiende a un señor mayor, le prepara el té a un adolescente que va al colegio y, entre tanto, saluda con nombre propio a las empleadas apuradas que hacen sonar los tacos sobre el cemento. Todas le sonríen. Él sabe cómo se llaman sus hijas, a qué hora entran a trabajar, si bajaron de peso. La suya es una rutina afectiva: como un amigo que te escribe todos los días para saber cómo estás.
Su sonrisa, ajena al malhumor, desentona en la madrugada. Esa simpatía sirve para explicar por qué su fila de clientes es larga y la del puesto de al lado, el otro que fue habilitado a quedarse, está vacía.

Carlos hace magia con los que madrugan y padecen. Les devuelve lo que el sueño se llevó.
A las cuatro de la mañana, el cafetero sale de su casa en Valle Grande, Rawson. Carga tres termos en un auto que —dice— ya dio todo lo que tenía para dar y arranca rumbo a Villa Hipódromo a buscar 450 semitas y 10 docenas de facturas. Con lluvia, calor o viento helado, a las seis ya está con el puesto montado bajo un helecho.

—Mirá —dice, y se golpea la mejilla con la palma abierta—. Esta piel está curtida.
En el puesto suena cuarteto, siempre a volumen medio.
—Todo está en la actitud —dice, y frena la música—. Escuchá.
Sin la chispa del cuarteto, las bocinas de los autos y el ruido chirriante de los colectivos tiñen todo de rutina. De normalidad.
—¿Viste que no es lo mismo?
Trabaja desde hace veinte años en el rubro gastronómico: fue mozo en Buenos Aires, tuvo un foodtruck en Las Chacritas y desde hace casi una década vende café en este rincón de la Capital. Habla con naturalidad del sacrificio, del ir y venir de trabajos, del rebusque. Como otros vendedores de la calle, lo suyo es hacer equilibrio sobre la línea de pobreza.
—Todo está en los detalles —dice mientras bate con una espumadora rosada – buena calidad, buenos precios… y la atención que va de yapa.
Hay algo de la permanencia que resuena en Carlos. Lo dice al momento de cobrar: “Los mismos precios de hoy, ayer y de mañana“.
—Hay veces que me cruzo a alguien por la calle y se me quedan mirando como diciendo “¿de dónde te conozco?”. Y cómo no me van a conocer, si hace ocho años les preparo café.
Carlos se indigna cuando habla de los pancheros desalojados.
—No puedo creer lo que les hicieron. Veinticinco años trabajando.
Pero también tiene su propia teoría sobre por qué todo se vino abajo. Hace unas semanas, un verdulero se instaló en la esquina de Avenida España y Libertador. Carlos se preocupó. Le pidió al vendedor que no se agrandara tanto. Que bajara el perfil. Que no trajera tantos cajones.
—Primero vino con tres cajones de verdura. Después con diez. Después veinte. Se instaló un puesto gigante. Después de eso llegaron varios puestos de juguetes y artículos importados. Y los manteros en el Parque.
Mientras no haya normativa, los inspectores le permiten quedarse en el Centro Cívico.
-No puedo esperar a que haya una resolución para trabajar. No podemos.
Carlos tiene el saber de los que habitan los márgenes. Sabe ocupar sin desbordar. Sabe que lo que molesta no es el trabajo ambulante, si no que se vea. Que lo popular rompa la visual de una ciudad que intenta ser moderna. Que la estridencia de la necesidad se muestre en los cientos de puestos montados en las ferias. Aprendió las reglas invisibles de quienes administran la ciudad. Y a no romperlas del todo.
Carlos es metódico como un reloj. Preciso. Limpio. Puntual. Se agacha, sirve, bate, entrega, cobra, sonríe, repite. Sin errores ni pausas. Cada truco tiene su segundo exacto para empezar y terminar.
Antes de que el sol se termine de poner, debe desarmar su puesto. El malabarista no puede quedarse para el aplauso final. Solo le queda agachar la cabeza, doblar el mantel mostaza, apilar los banquitos y retirarse en silencio. Sin llamar la atención, sin molestar. A las 8.30 se rompe el hechizo. La ciudad ordenada.