¿Quiénes viven en el desierto?
A la vista de (casi) nadie, unas 60 familias huarpes resisten en medio del desierto sanjuanino. Sin agua potable ni comodidades citadinas, la comunidad Salvador Talquenca habita un territorio olvidado a la vera de la Ruta 20, que une San Juan con San Luis.

En el medio de la nada, un animal se cruza frente a la huella que lleva a la casa de Enrique Talquenca. Dalma y Maylén, las hijas de Juana, bajan corriendo del auto para atraparlo. Es un quirquincho. Lo rodean entre los arbustos desérticos, lo patean y le pisan la cola hasta atraparlo. El animal intuye, por instinto, que no le espera un destino favorable. Se le nota en la cara. Ante mi pedido —porque sentí una pena infantil— de que lo liberen, las dos niñas huarpes se niegan: “Lo vamos a comer, es riquísimo”, festejan entre risas, sorprendidas por haber cazado su cena sin buscarlo. Lo levantan de la cola y lo suben al auto.

El contraste es evidente. Quienes viven en la ciudad, con sus comodidades y otras preocupaciones, no necesitan cazar para alimentarse. Para quienes habitan el desierto sanjuanino —a 140 kilómetros de la capital provincial y a 30 del poblado más cercano— un quirquincho representa un gran botín. Cabe imaginar, si se puede, cuánto puede llegar a valer no solo el alimento, sino también el agua potable en este castigado territorio.
Son muchas las generaciones de familias Talquenca, Reta y Castro que habitan esta zona, al este de El Encón. Antes vivían al sur de la Ruta 20 —por donde hoy pasan entre 500 y 1000 vehículos por día—, pero dos inundaciones provocadas por la crecida del río San Juan —ese que ya no llega con agua, porque los diques y el agro los olvidaron—, en 1985 y en 2004, los obligaron a construir sus ranchos de barro del otro lado. Recuerdan cómo el agua empezó a crecer sin freno. Sacaron los colchones afuera, esperando que bajara. El mismo líquido que hoy se hace desear en esta tierra árida y desértica, alguna vez fue impiadoso.
Los obligó a migrar.

Vivir donde otros no podrían
Las 60 familias que integran la Comunidad Huarpe Salvador Talquenca hoy viven al norte de la ruta. Algunas casas están a dos kilómetros, otras un poco más lejos. Ese trayecto deben recorrer, por ejemplo, los niños y niñas huarpes para tomar el colectivo que los lleva a la escuela. Pueden elegir entre dos: la Escuela Albergue Dr. Juan Carlos Navarro, en El Encón, o la Escuela Albergue Provincia de San Luis, casi en el límite con la provincia homónima. En la mayoría de los casos, los chicos y chicas permanecen allí de lunes a viernes. El colectivo, que fue puesto en funcionamiento por el municipio de 25 de Mayo hace pocos años, va y viene una vez por día. Es gratuito.
Hoy, diez de estas familias atraviesan una situación judicial: dos hombres que nunca vivieron allí reclaman como propio ese territorio, amparados en una legalidad que desconoce las múltiples generaciones que habitan este suelo desde tiempos inmemorables.
//Leé también nuestra nota: El desierto, la tierra y el desalojo: la lucha de diez familias huarpes contra un fallo judicial
No hay actas ni papeles que registren cuándo llegaron los primeros. Pero todos saben que fue hace mucho. Dicen “mi abuelo nació acá y me enseñó que la tierra no tiene dueño, es de quien la vive”. Lo cuentan con naturalidad, como si vivir allí fuera tan obvio como respirar. Para ellos, quedarse no es una elección, es continuidad.

Cuando llegan los de afuera
La reunión estaba pautada para las 11 de la mañana del domingo. La había organizado Juana Castro, de 41 años, quien vive en El Encón con su pareja y sus dos hijas desde hace algunos años. Parte de su familia aún permanece en la comunidad. Fue ella quien nos esperó en su casa y nos guio hasta lo de Matilde, a unos 30 kilómetros, en pleno corazón del desierto. Luego de andar 15 minutos en auto, unas veinte o treinta personas —entre niños, adultos y ancianos— nos esperaban con la intriga de quienes reciben a dos periodistas que llegan en busca de información.
Llamaba la atención el sentimiento de comunidad que se respiraba en el lugar. Habían llegado familias de distintos puntos, porque las distancias entre un rancho y otro son largas. Ellos mismos eligen llamar así a sus viviendas: ranchos, no casas. Al poco tiempo de llegar, se armó una ronda bajo un techo de madera y caña. Ese día estaba fresco y nublado, por suerte, porque dicen que allí el sol castiga y no da respiro. Se nota en la piel ajada de quienes llevan décadas viviendo en la zona.
La vestimenta de los huarpes es la misma que se usa en las grandes ciudades. Tal vez algún sombrero con aire más rural le da un toque distintivo al estilo de los lugareños. Muy lejos del imaginario popular indigenista.

El viento voló el mantel que cubría la mesa. No había ningún contrapeso: ni vasos, ni platos, ni botellas. Nada. Una de las señoras, entre risas, decidió retirarlo. No tenía sentido dejarlo ahí. Más tarde se me ocurrió si tendríamos que haber llevado algo para compartir: agua, comida o lo que fuera. Del otro lado, tampoco ofrecieron más que un saludo cordial y algunas miradas tímidas. Éramos dos extraños.
Rompieron el hielo y explicaron que querían difundir periodísticamente la problemática territorial de la comunidad. No conocían el medio, quizás esperaban uno de más renombre. Algo de su situación ya se sabía: había circulado un comunicado que detallaba el conflicto que diez familias mantenían por sus tierras.

Por un decreto del presidente Javier Milei que dio de baja la Ley 26.160 de Emergencia Territorial Indígena, unas 9.000 hectáreas del territorio comunitario quedaron al borde de ser adquiridas por dos compradores —Sergio Gustavo Savall y Leonardo Daniel Quiroga Conte Grand—, quienes solicitaron al juez la posesión efectiva de esos terrenos. La historia de cómo obtuvieron legalmente esas tierras mediante un remate judicial es larga.
La reunión no duró mucho. Los habitantes de la comunidad compartieron su situación, sus penas y sus luchas. Sus voces fueron grabadas. Luego, nos invitaron a recorrer la zona donde numerosas generaciones de la familia Reta compartieron años de trabajo, carencias y esfuerzo. Paulo y Matilde oficiaron de guías y nos llevaron a caminar por el predio, donde hay un puñado de ranchos y corrales con cabras, ovejas, algún que otro caballo y vacas. También hay gallinas, pavos y patos.

Sobrevivir sin agua
La agricultura en esa zona es prácticamente imposible. El agua disponible tiene malas propiedades. Los animales mueren por falta de alimento. Hay un pozo de agua cada ciertas casas. Antes, podían pasar todo el día trabajando para extraer apenas unos litros, con caballos tirando de una polea y el esfuerzo mancomunado de los hombres más fuertes de la comunidad.
Desde hace algunos años, cuando aún funcionaba la Subsecretaría de Agricultura Familiar, les instalaron una bomba alimentada por un panel de energía solar, que extrae agua no apta para consumo humano desde unos 100 metros de profundidad, de manera mecánica. Comentan, con mucha emoción, que antes eso era impensado.
Es agua con alta concentración de arsénico y sal, que luego consume el ganado

Gracias a subsidios estatales, lograron instalar un sistema para recolectar agua de lluvia. Aquí, en este rincón del mundo, las sequías se sienten más que en ningún otro lugar. Cuando llueve, es un acontecimiento memorable.
Hasta allí llega un tendido de red eléctrica, paralelo a la huella que conduce a las casas. Pero lo que no llega —porque no existe— es la red de agua potable. Lo que sí hay es un camión cisterna que, una vez por mes, abastece casa por casa. Cuando se quedan sin agua, no les queda otra opción que ir hasta El Encón a comprar bidones o, en todo caso, a rellenar. Piden desde hace décadas que se construya un acueducto. Dicen que OSSE estuvo allí hace unas semanas. Hasta ahora, solo promesas. La sed sigue siendo grande.

Resistir, criar, imaginar
Repiten que lo suyo es una economía de subsistencia. Comen lo que crían. Cosechan poco. En épocas de sequía, algunos animales mueren por falta de alimento. Otros quedan flacos y débiles. Al caminar por la zona, puede encontrarse cráneos y huesos de lo que alguna vez fueron mamíferos vivos.

Los chivos se venden al por mayor, después de ser criados durante varios meses e incluso años. El sistema de parición de las cabras está muy aceitado y, en gran medida, organiza la rutina diaria. Hay que levantarse temprano y aprovechar la mañana, porque en verano el clima puede ser —y realmente lo es— demasiado hostil. Los chivos se venden vivos, ya que a 30 kilómetros está el control fitosanitario y trasladar un animal muerto sin la conservación en frío que exigen las normativas puede convertirse en un gran problema.

También hay quienes se dedican a las artesanías, como María Luisa, por ejemplo. Otros, una vez al año, salen a rastrear y recolectar vainas de algarrobo para luego producir harina, un producto muy en auge por estos días.
Son las mujeres quienes sostienen gran parte de la vida cotidiana. Crían a los chicos, atienden los animales, preparan la comida, cuidan a los mayores y resuelven lo urgente con lo poco que hay. Algunas, como María Luisa o Matilde, también organizan, gestionan, reclaman. No necesitan títulos ni cargos: su liderazgo se ve en lo que hacen, en cómo se mueven, en la forma en que las demás las escuchan.

La vida en la Comunidad Huarpe Salvador Talquenca transcurre con tranquilidad. Los niños juegan en una canchita de fútbol de suelo duro y pedregoso, con arcos de madera torcidos. Se divierten con los animales, corren, y algunos sueñan con ir más allá de la Ruta 20. Como Kevin, que se mudó al departamento San Martín con su familia y hoy estudia una carrera vinculada a la animación 3D en la Universidad Siglo XXI.

Sobre los ranchos se ven antenas de DirecTV, una forma de conectarse —tal vez— con un mundo que los tiene olvidados. No hay señal de internet, aunque en la casa de Enrique Talquenca sí hay Wi-Fi. Llama la atención que algunos, como Enrique, anden en camionetas y 4×4. Es cierto que no son todos, pero, a juzgar por las condiciones del terreno, tener un buen vehículo para ir y venir es el mayor lujo al que pueden aspirar.
La comunidad lleva el nombre de Salvador Talquenca, abuelo de Enrique. Su padre, Lorenzo, murió años atrás, alcanzado por una feroz tormenta de granizo. Lo cuentan como parte de la historia familiar que los mantiene atados a este lugar. En la memoria de los Talquenca, quedarse también es honrar a los que resistieron antes.
En este lugar del desierto sanjuanino, las distancias no solo se miden en kilómetros. También en derechos postergados, en promesas que no llegan, en la espera silenciosa de quienes aún defienden su lugar en el mundo con lo que tienen a mano. No hay discursos encendidos ni pancartas. Hay cabras, ranchos, viento, y la certeza de que seguir ahí —con todo lo que eso implica— también es una forma de resistencia.
