Gobierno y «derechas» en Argentina: un repaso histórico

La historia política en nuestro país ha sido testigo de la alternancia entre distintos gobiernos. En esta nota analizamos la evolución de la «derecha» en el poder y su impacto en la política argentina a lo largo de las décadas.

Izquierda y derecha, categorías que consabidamente surgieron en los momentos más álgidos de la Revolución Francesa, son conceptos útiles para pensar la política en términos abstractos, pero no siempre son las herramientas que las sociedades eligen para pensarse a sí mismas ni las que utilizan los individuos para definirse políticamente. Argentina es un ejemplo de esto.

Los clivajes que han definido nuestra historia siempre han estado atravesados por la tensión entre lo plebeyo y lo patricio, el desarrollo de modelos más inclusivos o más excluyentes y, por supuesto, la discusión sobre la parte que le toca a los trabajadores en la distribución de la renta nacional.

Pero quienes han ocupado los sitios que nominalmente le corresponden a la izquierda y la derecha en general han evitado encasillarse en esos términos. Esto es especialmente cierto para la derecha, que durante los últimos cuarenta años ha intentado evadir esta clasificación de manera sistemática. O al menos así fue hasta que apareció Milei.

Los años de plomo

Para hablar de la derecha argentina conviene empezar recordando que, desde 1930 y hasta 1983, el poder económico no tuvo necesidad de apoyarse demasiado en partidos políticos ni pensar en cómo construir mayorías sociales, ya que el vehículo principal para poner en práctica sus planes fue la instauración de dictaduras militares.

Primero contra el radicalismo popular de Hipólito Yrigoyen, luego contra Juan Domingo Perón y subsecuentemente contra el peronismo que seguía resistiendo a pesar de la proscripción (porque lo que los militares le imputaron a Frondizi en 1962 y a Illia en 1966 fue ante todo que no supieron contener el resurgimiento del peronismo), hasta llegar al ominoso Proceso de Reorganización Nacional de 1976, la más sangrienta de las dictaduras sudamericanas del siglo XX.

El 24 de marzo de 1976 se dio el golpe de Estado y se abrió la etapa que conocemos como «Proceso de Reorganización Nacional».

El genocidio que puso en práctica la Junta consiguió barrer con una generación entera de militantes populares peronistas, guevaristas, trotskistas y del sindicalismo combativo. Sólo así, quebrando la resistencia de las organizaciones del pueblo argentino, fue posible establecer un modelo profundamente reaccionario en lo social y liberal en lo económico.

La Unión Cívica Radical y el Partido Justicialista volvieron a ocupar el centro de la escena política con la recuperación de la democracia. En pocos años se construyó un consenso social fuerte en torno a la necesidad de excluir definitivamente a las Fuerzas Armadas de la vida política argentina, que incluyó el juicio a los responsables del genocidio. Y es en este mismo periodo cuando surge un partido de ideas económicas ultraliberales que es el primero en escamotear su orientación ideológica empezando por el propio nombre.

La Unión del Centro Democrático (UCeDe) de Álvaro Alsogaray, que proponía profundizar las líneas económicas heredadas de la dictadura, obtuvo el 0,17% de los votos en su debut electoral. No obstante, el partido no tuvo inconvenientes para encontrar adeptos en la Ciudad de Buenos Aires y Alsogaray, que había sido funcionario de tres dictaduras distintas, fue votado para cuatro mandatos consecutivos como diputado nacional por los porteños.

Boleta de la UCeDe

La UCeDe llegó a ser la tercera fuerza más votada en las elecciones presidenciales de 1989, lo que le dio suficiente volumen para insertarse en el gobierno de Carlos Menem.

Bajar la inflación…¿pero a qué costo?

Menem es un caso particular. Toma el control del PJ como uno de los líderes de la Renovación Peronista, corriente que buscaba revisar las posiciones del partido tras la derrota frente Alfonsín y recuperar competitividad electoral que habían perdido los “ortodoxos”.

Luego vence en internas democráticas a otro de los renovadores, Antonio Cafiero, para ser el candidato a presidente del peronismo en las elecciones de 1989. Pocos elementos en la historia política de Menem hasta ese momento permitían sospechar lo que terminaría haciendo como presidente. Había sido gobernador de La Rioja entre 1973 y 1976 con el apoyo de la Juventud Peronista y la Tendencia Revolucionaria y luego preso político de la dictadura hasta 1978.

Su discurso frente al alfonsinismo se basó en identificar la política del presidente radical como una continuación directa del modelo económico liberal de Martínez de Hoz, frente a lo cual era necesario un plan de gobierno que recuperara la Argentina productiva e industrial anterior al desguace que había provocado la Junta. “Salariazo” y “Revolución productiva” fueron sus principales promesas de campaña para la elección presidencial que ganó en primera vuelta con el 47,51% de los votos.

Spot de campaña Menem (1989)

Ninguna de estas promesas fue cumplida. Menem tuvo que enfrentarse a la ruinosa situación económica que dejó el alfonsinismo (con la hiperinflación a la cabeza), pero el remedio terminó provocando efectos catastróficos a mediano plazo.

Tras vencer a Antonio Cafiero en la interna peronista, Menem se impuso con el 47% de los votos frente al radical Eduardo Angeloz y junto a Raúl Alfonsín protagonizaron la primera sucesión presidencial entre dos mandatarios constitucionales desde 1928 y la primera entre presidentes de diferentes partidos desde 1916.

El plan económico del nuevo gobierno estuvo basado en aplicar un programa íntegramente neoliberal que siguió a rajatabla las recetas del Fondo Monetario Internacional (FMI). Privatización de empresas estatales, desregulación del mercado financiero, liberalización del comercio y, por supuesto, la convertibilidad del peso argentino con el dólar estadounidense. El elegido para poner en marcha este programa fue el economista Domingo Cavallo, cuyos excelentes vínculos con los círculos financieros estadounidenses parecían ser la garantía de éxito del programa.

En Carlos Menem los grupos económicos concentrados encontraron el dirigente adecuado para aplicar las recetas neoliberales por vía democrática, cooptando las estructuras del partido político más grande de Argentina.

Es innegable que Menem gobernó con un programa completamente opuesto al que había prometido en campaña, pero también que la ciudadanía argentina convalidó ese programa al elegirlo como presidente para un segundo término en 1995, cuando el país ya había perdido su soberanía monetaria y los efectos de la liberalización comercial empezaban a traducirse en una destrucción acelerada de la industria nacional.

Cavallo llevó el control de la economía cuando ya se habían implementado profundas reformas estructurales que incluyeron la privatización de empresas estatales, la apertura económica y la suba de impuestos para contrarrestar el déficit fiscal.

Una clase media renacida, hija de la economía de servicios, disfrutaba del consumo de bienes importados sin tener que preocuparse por la inflación cuando en paralelo la desindustrialización hacía crecer por las nubes el índice de desocupación. Proceso que desembocó directamente en la gestación de los movimientos piqueteros y de trabajadores desocupados, los cuales se ubicaron a la cabeza de la resistencia contra los planes de ajuste. Al cabo de diez años de menemismo, la deuda externa argentina superaba los 85.000 millones de dólares.

Fernando de la Rúa alcanzó la presidencia en 1999 de la mano de la alianza entre la UCR y las diversas fuerzas “progresistas” aglutinadas en el Frente País Solidario (FREPASO). Esta coalición tenía el objetivo explícito de gobernar en oposición total al menemismo, una suerte de renovación moral de la nación que dejara atrás la fiesta neoliberal. Pero el programa económico de la Alianza no hizo más que sostener y profundizar las líneas generales trazadas por el gobierno anterior: fortalecer la convertibilidad, continuar los recortes del gasto público y financiarse a través de la toma de deuda externa.

Patricia Bullrich, titular del Ministerio de Seguridad Social, dispuso una rebaja del 13% a los haberes de los trabajadores estatales y los jubilados que cobraban más de quinientos pesos al mes. Ricardo López Murphy duró apenas dos semanas al frente del Ministerio de Economía luego de que su propuesta de arancelar universidades públicas recibiera un masivo rechazo popular en las calles del país.

Finalmente fue al propio Domingo Cavallo quien De la Rúa convocó para hacerse cargo de la economía, apelando una vez más a sus vínculos con las finanzas internacionales como vía para asegurar la continuidad del financiamiento externo.

La debacle neoliberal llegó a su punto más alto en las jornadas trágicas del 19 y 20 de diciembre de 2001. La desocupación superaba el 18%, mientras que el trabajo en negro se acercaba al 40%. El “corralito”, la retención forzada de los ahorros bancarios de la población, fue la gota que rebalsó el vaso para las clases medias urbanas.

Dos hirvientes noches de verano cargadas de saqueos, movilizaciones y cacerolazos en todo el país barrieron a Cavallo y De la Rúa.

La convertibilidad había terminado y consigo la vida de 39 compatriotas asesinados por la Alianza en retirada. El recuerdo prolongado de la tragedia desterró por veinte años las palabras “derecha” y “liberal” del vocabulario de cualquier dirigente con pretensiones serias de gobernar.

La revolución de la alegría

Mauricio Macri trajo consigo a viejos conocidos del periodo delaruista, como Patricia Bullrich, Hernán Lombardi y Gerardo Morales, para integrar Cambiemos, su coalición electoral formada en 2015. Casi quince años habían transcurrido desde los hechos que terminaron en el estallido del modelo neoliberal, pero el lenguaje de aquella época seguía siendo un tabú en el discurso político argentino.

Es por esto que, durante la campaña presidencial, Macri buscó distanciarse a toda costa de cualquier asociación con el ajuste del Estado, las privatizaciones y los recortes de haberes. Por supuesto, también rechazó como malintencionada la acusación de que volvería a endeudar al país con el FMI.

Cambiemos utilizó un lenguaje más cercano al mundo de la publicidad que al de la política tradicional para disputar las elecciones presidenciales de 2015, empleando expresiones que sólo coincidían parcialmente con las del imaginario histórico de la derecha argentina.

Un mensaje aspiracional, tecnocrático y, en apariencia, poco politizado. Pero hay más: el discurso macrista inicial realizaba un reconocimiento implícito al rol que se le había otorgado al Estado durante los años kirchneristas, asegurando que continuaría la inversión en obra pública y sería preservada la red de seguridad social desarrollada los años previos, incluyendo la Asignación Universal por Hijo.

Dejar lo bueno y cambiar lo malo” fue una frase largamente repetida por Macri y su entorno en la víspera de las elecciones.

El resto de la historia es bien conocida. Macri inició su gestión liberando el mercado de moneda extranjera, una de las medidas que más atraía a gran parte de las clases medias, lo que a su vez provocó una inmediata devaluación del peso en el orden del 30%.

Sostener la demanda de dólares con un precio relativamente estable fue posible durante dos años gracias a una ingente toma de deuda con acreedores extranjeros por parte del Banco Central y otros agentes del Estado. Pero esta situación se volvió insostenible a mediados de 2018, cuando las fuentes de financiación internacionales comenzaron a retacear el suministro de moneda estadounidense. El pánico provocó otro brusco salto de la cotización del dólar, que el gobierno no pudo contener: ese año la devaluación fue de más del 100%.

¿La respuesta de Mauricio Macri? Acudir al FMI en búsqueda de un préstamo de miles de millones de dólares, el más grande otorgado a un país individual en toda la historia del organismo financiero. Los 46.000 millones que concedió el Fondo (a través de presiones directas de la Casa Blanca) no tuvieron un destino ligado al desarrollo productivo ni nada que se le parezca. En su mayoría fueron absorbidos por entidades financieras privadas para evitar pánicos de mercado en el año electoral, algo que no impidió que Macri perdiera en primera vuelta frente a Alberto Fernández y se convirtiera en el primer presidente argentino en toda la historia que buscó la reelección y no la consiguió.

Christine Lagarde y Mauricio Macri, en uno de los tantos encuentros entre ambos.

Pero el daño ya estaba hecho. Entre el 10 de diciembre de 2015 y el 10 de diciembre de 2019, el peso se devaluó en total un 550%. Los salarios argentinos pasaron de ser los más altos de Sudamérica a unos de los más bajos. Se calcula también que unas 25.000 pymes cerraron sus puertas en el mismo periodo, provocando un nuevo salto en el número de desempleados.

«Sobre las cartas, la mesa«

Lo que diferencia a Javier Milei de las identidades previas de la derecha argentina es que tanto su discurso como su programa abrazan explícitamente el ideario del liberalismo económico y del conservadurismo social. No hay un velo cubriendo las intenciones del candidato libertario.

Asegura que dolarizará la economía, una medida mucho más extrema que la convertibilidad que Cavallo ejecutó, pero que Menem no había prometido. Propone un bizarro sistema de vouchers educativos que pondría en riesgo la existencia de muchas escuelas y universidades públicas, idea que hace parecer prudente el intento de arancelamiento que le costó el cargo a López Murphy.

//Leé también: LAS IDEAS QUE GANARON LAS PASO

Promete privatizar el CONICET, idea que ni Macri ni Menem se animaron a llevar a cabo a pesar de haber intentado desprestigiar al organismo múltiples veces. Dice que cortará las relaciones diplomáticas con China, segundo socio comercial de la Argentina. Algo que ni a Donald Trump en la cima de su poder se le pasó por la cabeza.

Las ideas están ahí, disponibles en las incontables entrevistas televisivas que Milei ha dado y en la plataforma pública de gobierno de La Libertad Avanza. No se puede decir que no se sabía lo que vendría.

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