Sarmiento, ¿héroe o villano?
Uno de los próceres más odiados de Argentina, pero paralelamente uno de lxs que más nos dio: ¿cómo nos sentimos frente a esta contradicción?
Desde el comienzo de nuestra etapa en la educación institucionalizada, es decir, la escuela, nos enseñan que hay hombres todopoderosos que contribuyeron al bienestar de nuestra patria sin pedir nada a cambio y sin cometer ningún error. Que eran buenos tipos, de verdad. Hablo en masculino porque, si no eras un alma curiosa con internet o una buena enciclopedia, no te enterabas de las historias de mujeres con la misma importancia “patriótica” que ellos.
Estos hombres eran los que hoy consideramos como próceres. Varones que, de una u otra manera, ayudaron a cambiar el curso político, social y económico de un territorio que hoy es América Latina.
Uno de estos baluartes del patriotismo fue Domingo Faustino Sarmiento. Como sanjuaninos, lo que aprendimos de él era apto para los libros de historia: un hombre que nació en uno de los barrios más pobres de la provincia, que fue educado por su papá y su tío, luego autodidacta en su educación y que, en esas condiciones adversas, logró constituir la imagen del Maestro de América. A partir de ello, nos contaron su vida de manera tal que quedó en nuestras cabezas como una persona excepcional: su obsesión y prioridad, la educación, fue el bastión de su vida personal y política.
Sin embargo, a medida de que fuimos creciendo y nuestra única fuente dejó de ser la escuela, la vida de estos superhombres dejó de ser ideal. Eso también nos sucedió con Sarmiento. Sus opiniones sobre la sangre gaucha y la aborigen, sobre los «indios», tal como él los llamaba, nos causan sensación de malestar aún hoy en día. En este sentido, el sanjuanino pensaba que el «progreso» residía en lo urbano, en lo europeo, más precisamente en la “europeización” de nuestra gente. Sus convicciones eran tales que, según el historiador Felipe Pigna, le envió una carta a Mitre que decía: «no trate de economizar sangre de gauchos. La sangre es lo único que tienen de seres humanos esos salvajes».
Sin dudas este odio hacia los gauchos, infundado por el racismo y las ansias de un «progreso» que no llegará, al menos como él imaginaba, nos hace verlo como un verdadero villano en la historia de nuestro país.
Desde que comenzaron a leer esta nota sobre Domingo Faustino Sarmiento, les hablé bien y les hablé mal de él. Estarán confundides. La verdad es que este hombre despierta los sentimientos más ambiguos. Es imposible escribir sobre él ignorando alguna de sus facetas.
Pero ahora voy a escribirles sobre la parte idílica que les nombré al principio de este texto, la que sí nos enseñaron en la escuela. Luego de su presidencia y durante la de Julio Argentino Roca, siendo Superintendente General de Escuelas del Consejo Nacional de Educación, sancionó la Ley 1420, de educación gratuita, laica y popular. Con esto, Sarmiento se puso en contra a la Institución con el peso más pesado de todos: la Iglesia Católica. ¿Qué más hizo? José García Hamilton nos cuenta que Sarmiento trajo maestras protestantes desde Estados Unidos para poder formar mujeres argentinas en esa labor. Quien lo ayudó a embarcarse en este desafío fue su amiga, docente y educadora Mary Mann y, para ello, le presentó las mejores maestras del país norteamericano. Él sabía que, mientras estuviera en manos de la Iglesia, la educación para todos y todas sería imposible.
Hay algo aún más sorprendente sobre la historia de Sarmiento que no te cuentan en la televisión ni en la escuela: era profundo admirador de las mujeres y las tomaba como pares intelectuales y politicas. Según la activista feminista Mabel Bellucci, él forjó amistad con mujeres como Aurelia Vélez y Juana Manso, a quién le confió los Ánales de la Educación. De acuerdo con Karina Felitti, investigadora del CONICET y docente, estas mujeres lo fascinaron con su independencia y lo hicieron fantasear con que todas pudieran llevar esa vida.
A pesar de que los roles de género aún estaban muy marcados en sus escritos, ya que resaltaba la necesidad de féminas que tuvieran el talento de la maternidad, el matrimonio y el hogar (recordemos, era 1800 y pico), Sarmiento también destacaba la necesidad de que las mujeres se formaran magisterio, para así tener una salida laboral «honrosa».
Esta idea de formación educativa dio frutos muchísimo antes de su amistad con Aurelia Vélez o Juana Manso cuando, un joven Sarmiento, en 1839, materializó las ideas de su tío Fray Justo Santa María de Oro y fundó el Colegio de Pensionistas Santa Rosa de Lima en San Juan. Este colegio, exclusivamente para mujeres, enseñaba materias tales como geometría, astronomía, matemática, entre otras.
En la crónica que Sarmiento escribió sobre la fundación, en los números del Diario El Zonda, nos cuenta que la rectora del colegio es Doña Tránsito de Oro, quien en su discurso planteaba que «ya el cielo del pensamiento y de las tendencias de la mujer no será cortado por una educación estrecha y egoístamente arbitraria»
Durante esta crónica podemos ver reflejados pensamientos muy adelantados a la época. Uno de ellos fue el discurso de Manuel J. Quiroga Rosas, amigo de Sarmiento, quien estuvo presente en la inauguración de este colegio. Quiroga Rosas plantea que las razones de la desdicha de la mujer en la época están estrechamente relacionadas con la dependencia económica y social con respecto a los hombres, por lo que es deber del siglo XIX mejorar el bienestar social femenino.
En las páginas de este diario, podemos notar como Sarmiento le da a la mujer un lugar muy pocas veces dado en los diarios antes: el de una persona sujeta de derechos, activa, con capacidad de tomar decisiones.
Es entendible que, bajo el paradigma actual, lo veamos como un mal tipo, que sintamos repulsión hacia aquel que pidió la sangre de nuestros antepasados. Y está bien que nos sintamos así. Pero no está bien que nos avergüence pensar que Sarmiento sí era un adelantado para su época, que sí era feminista y que sí aportó en teoría y en la práctica para la educación y alfabetización de esa Argentina naciente. Lxs humanxs estamos hechos de contradicción, de ambigüedad y si algo podemos decir que es normal, es el amor- odio hacia alguien. Los próceres no son la excepción.