A la derecha de la derecha

¿Qué margen de acción tienen hoy las ultraderechas en el mundo? ¿Hay esperanza? Analizamos las experiencias de Italia, Alemania y Chile.

Después de unas primarias que dejaron abierta la posibilidad de que Milei se convierta en el próximo presidente de la Argentina, parecemos acercarnos peligrosamente a eso de “era un chiste y quedó”, ay las venturas del consumo irónico. No sería la primera vez: pasó en Estados Unidos con Trump, pasó con Bolsonaro en Brasil, por nombrar a algunos de los grandes de por acá. Y es que cuando dejamos de mirarnos el ombligo, podemos apreciar que esta historia ya se escribió y quizá algo podemos aprender de esas otras experiencias.

Aunque hoy hayamos naturalizado sus nombres, los partidos de ultraderecha han sabido construir distintas relaciones con los electorados. En algunos lugares se convirtieron en tabú, en muchos otros esperaron pacientemente a que llegara el momento correcto y en un sinfín de ocasiones maquillaron sus propuestas argumentando ser simples opciones de derecha. 

En cualquier caso, desde los márgenes del espectro político empezaron a allanarse el camino y hoy pisan cada vez más fuerte. Si miramos a Europa, allí la ultraderecha se caracteriza por cierto escepticismo al concepto de la Unión Europea: ve en el organismo una limitación a su soberanía y reprueba los planes de rescate a los países del sur del continente en medio de la crisis. Estos partidos suelen además ver su identidad “amenazada” por el flujo de migrantes y cualquier reivindicación de género. Sobre todo –y este es un punto importante de convergencia con la extrema derecha en América Latina y la cantidad de “outsiders” que venimos viendo en las elecciones de nuestra región- construyen una narrativa que los aleja de la política tradicional, les permite subir a la tarima libres de pecado y levantar el dedo índice. Si se señala para otro lado, no habrá que mostrar las propias credenciales, admitir la peor de las verdades: que su sangre es la sangre de la casta a la que acusan.

La extrema derecha hoy dirige o forma parte de los gobiernos de Italia, Suecia y Finlandia mientras todavía está por verse qué sucederá en España donde el PSOE y la izquierda intentan evitar un gobierno de coalición entre el Partido Popular y el partido de extrema derecha, Vox (coalición a la que por ahora no le dan los números). Los gobiernos de Hungría y Polonia se erigen como el bastión más autoritario del este de la Unión Europea. La Francia de Macron se pone en jaque una vez más por Marine Le Pen.  

¿Qué puede Argentina aprender de los demás? Vamos a indagar sobre tres escenarios bien distintos de la ultraderecha en el mundo de hoy.

“Dios, patria y familia”, el lema de la madre de Roma

El país que es hoy uno de los bastiones de la ultraderecha en Europa supo ser nada más y nada menos que la cuna del fascismo: Giorgia Meloni conduce hoy los destinos de Italia. Llegó al poder con su imagen de “una madre de Roma”. Esta periodista y política italiana de 46 años, fiel a su espacio, ha levantado las banderas contra los derechos de la comunidad LGBTIQ+, contra el aborto, contra las y los migrantes. Se dice que Italia no ha estado tan a la derecha desde los tiempos del dictador Benito Mussolini, una figura que, de paso, Meloni supo defender desde su juventud a pesar de que después intentara despegarse.

Es que el pasado de la actual primera ministra de Italia habla mucho de quién gobierna hoy. Alineada desde siempre a la extrema derecha, integró y lideró el ala juvenil de espacios vinculados al Movimiento Social Italiano (MSI), un partido neofascista que en 1946 fundaron seguidores de Mussolini. Giorgia Meloni se convirtió después en ministra de Juventud y Deporte de Silvio Berlusconi, quien sería condenado luego por corrupción, fraude fiscal, abuso de autoridad y prostitución de menores (aunque el Tribunal de Apelación de Milán lo terminara absolviendo por este último cargo bajo el argumento de que Berlusconi «no tenía por qué saber que la joven era menor de edad»). 

Ya en 2012, Giorgia Meloni cofundó el partido Hermanos de Italia (Fratelli d’Italia – FdI). Aunque en 2018 obtuvieron sólo el 4% de los votos, el FdI supo convertirse después en el único partido de oposición al gobierno de unidad nacional de Mario Draghi. Esto cosechó sus frutos sobre todo al oponerse a las políticas de gestión de la pandemia de ese gobierno de coalición. Tal es así que el año pasado el partido triunfó en las elecciones generales y hoy Giorgia Meloni es la primera mujer en ocupar el cargo de primera ministra. 

Si bien al principio el currículum de Meloni encendió las alarmas en Europa, varios meses después de que asumiera el cargo, la primera ministra no ha dado los grandes volantazos que se esperaban. Por el contrario, a nivel internacional buscó mantener un perfil bajo, reafirmar su apoyo a Ucrania y las sanciones a Rusia y sostener su compromiso con la Unión Europea (UE). No es casualidad: de esa relación con el organismo europeo depende que Italia siga recibiendo los fondos del plan nacional de recuperación y resiliencia. Italia es el principal receptor de estas subvenciones y préstamos que siguieron a la crisis de la pandemia y alcanzan alrededor de 200.000 millones de euros. El tercer pago de unos 18.500 millones de euros fue suspendido por la Comisión Europea que los descongeló recién a fines de julio tras meses de negociaciones.

«Desde el punto de vista de la política exterior y de la política económica, el gobierno de Meloni, como cualquier otro gobierno italiano, independientemente del color del partido político, tiene las manos atadas», explica Cecilia Sottilotta, profesora de la Universidad para Extranjeros de Perugia.

Como consecuencia, el perfil de extrema derecha de Meloni ha debido replegarse a lo local en un intento por responder de alguna manera a las expectativas de su electorado. Pero a esto también ha debido encararlo con cautela, muy consciente de las próximas elecciones, la fragilidad de la política italiana y el recuerdo de los múltiples primeros ministros que no pudieron culminar sus mandatos. Por ahora el gobierno ha ido contra los organizadores de fiestas rave (fiestas de música electrónica), ha retirado la subvención a la marcha del orgullo gay, ha obstaculizado el registro a nivel municipal de los hijos de parejas del mismo sexo, ha penalizado el uso de anglicismos y también insistido en el ataque a las ONGs que asisten a refugiados y migrantes. El hito más reciente tiene que ver con la aprobación de la “ley Varchi”, que penaliza la gestación subrogada –incluso si esta se realiza en el extranjero- y prevé penas de cárcel de entre tres meses y dos años, y multas de hasta un millón de euros. Para Francesco Strazzari, profesor la Scuola Universitaria Superiore Sant’Anna de Pisa, la mayoría de estas políticas representan «llamadas superficiales a la identidad nacional y a la retórica nacional«.

Alemania y los fantasmas del pasado 

Alemania, probablemente uno de los países más señalados por su pasado a pesar del trabajo de décadas por reconocer su responsabilidad histórica en el horror del Holocausto, es ahora testigo de una ultraderecha que busca llegar al gobierno de manera democrática despertando sin dudas a los fantasmas de antaño.

La ultraderecha en Alemania lleva hoy el nombre de “Alternativa para Alemania”, mejor conocida por sus siglas AfD. Según Nadine Lindner, periodista de ese país, los miembros de ese partido se autoperciben como una fuerza conservadora, patriota, liberal (en lo económico por supuesto, no tanto en lo social). Pero Lindner aclara que existen allí fuertes tendencias de extrema derecha sin ningún tipo de resistencia al interior del partido. 

Momentos muy específicos han impulsado el crecimiento de AfD en sus diez años de vida, todos ellos signados por algún tipo de crisis en la sociedad. La política de “puertas abiertas” de Merkel con respecto a los refugiados alrededor del 2015; la pandemia con sus consecuentes restricciones y el acercamiento del AfD a las proclamas antivacunas; y finalmente la invasión de Rusia a Ucrania. Algunos ven en este último acontecimiento un antes y un después en la relación de las y los alemanes con la ultraderecha. Es que esa guerra trajo consigo lo que ya sabemos: inflación, recesión, crisis energética y el miedo a la posibilidad de un invierno sin calefacción. En el fondo, el problema siempre fue el miedo a un futuro indeseable más que a un presente de sufrimiento. En este contexto, la retórica del AfD se inclinó hacia el bolsillo de las y los alemanes en un esfuerzo por criticar el apoyo bélico de Alemania a Ucrania. Todo eso fue suficiente para que la ultraderecha comenzara a subir en las encuestas y ganara por primera vez unas elecciones municipales en el este del país, en el distrito de Turingia. Si bien se trata de un lugar en el que viven tan sólo 57.000 habitantes, en Alemania observan con cierta preocupación este primer hito. Es que no sólo se trata de la primera victoria en las urnas del AfD, sino que una encuesta de la televisión pública alemana registró el julio pasado que el partido podría consolidarse como la segunda fuerza a nivel nacional si las elecciones se realizaran ahora mismo, con el apoyo de casi un 20% del electorado.

Bandera en una protesta de AfD en 2022 dice «Somos el pueblo». Foto de Omer Messinger

Como es costumbre en estos grupos, una de sus mayores banderas tiene que ver con rechazar la inmigración. La estrategia está en sembrar odio y miedo, destacar incidentes aislados de violencia y señalar a las y los migrantes como culpables. Según un estudio de la Universidad de Leipzig, los estados del este que apoyan en mayor medida al partido AfD son también aquellos que registran más posturas xenófobas. Esto a pesar de que en realidad concentran una proporción de extranjeros menor al resto del país.

Ante este panorama, Alemania apostó por un novedoso “cordón sanitario”. Así le llaman al consenso del resto de los partidos de no cooperar con el AfD –algunas voces incluso han propuesto prohibirlo-. Eso no alcanzó en Turingia pero además se encuentra siempre en un equilibrio endeble, esperando ese momento en que el crecimiento del AfD en las encuestas desemboque en el primer traidor.

El pinochetismo que reemplazará la Constitución de Pinochet

Si nos volvemos para la región, puede que nuestros vecinos sean un buen caso de estudio. A Chile lo gobierna el izquierdista Gabriel Boric desde el año pasado. Por eso cuando el país votó en un plebiscito en septiembre para reemplazar la constitución pinochetista por un texto mucho más progresista, fue para muchos una sorpresa que las y los chilenos votaran en contra: habían decidido quedarse con la herencia de la dictadura militar.

El desconcierto tenía mucho que ver con que la propia iniciativa de sustituir la constitución chilena había nacido del estallido social que el país atravesó en el año 2019. El descontento popular que se manifestó en las calles, derivó en la oportunidad de redactar una nueva Constitución que pudiese captar el sentir popular y los reclamos del mundo de hoy. Sin embargo, alrededor del 62 % de los chilenos que acudieron a las urnas rechazaron la propuesta redactada por la Convención Constitucional y se acordó elegir un nuevo Consejo Constitucional para redactar un anteproyecto, esta vez acompañado por un comité de expertos y un comité técnico de admisibilidad. 

Las elecciones del Consejo Constitucional se llevaron a cabo en mayo y la extrema derecha de Chile personificada en el Partido Republicano alcanzó un 35% de los votos, lo que significó 22 escaños de un total de 50 consejeros constitucionales. Si a eso se le suman los números de la derecha tradicional, la nueva constitución de Chile será redactada por 33 consejeros de derecha que podrán proponer, aprobar y modificar el texto a gusto y piacere, sin necesidad de pactar con nadie más. Los 17 consejeros que representan a la izquierda se han quedado incluso sin derecho a veto. 

Ante este resultado, el presidente Boric, lamiéndose las heridas, habiendo ya reconocido que el fracaso de la primera Asamblea tuvo que ver con no escuchar a quienes opinaban distinto, declaró: “Quiero invitar al Partido Republicano a no cometer el error que cometimos nosotros”.

¿Qué cambió entre ese primer clima de exaltación que envolvió a la idea de una nueva constitución más progresista frente a este nuevo escenario en que será la derecha la encargada de redactar un nuevo texto? La misma derecha, dicho sea de paso, que nunca quiso reemplazar la constitución porque la actual -redactada bajo la dictadura de Augusto Pinochet-, les queda bastante sólida. Como siempre cuando hablamos de extrema derecha, el escenario fértil para su desarrollo y reproducción fue la crisis.

Según el analista político Alfredo Joignant, «en esta elección convergieron una crisis de la seguridad pública, una crisis económica con efectos inflacionarios, una crisis migratoria en el norte de Chile y un escenario de violencia en el sur del país con actores radicalizados del pueblo originario mapuche«. Con todo eso pasando al mismo tiempo, con toda la consecuente incertidumbre, el Partido Republicano supo capitalizar el descontento de la gente. ¿Suena conocido?

El hombre que encabezó esta jugada fue José Antonio Kast, que con esta elección se convirtió en la primera fuerza política de Chile. El abogado de 57 años fue electo diputado en 2002 y reelecto un par de veces más. En 2019 fundó el ultraconservador Partido Republicano y en 2021 perdió las elecciones presidenciales frente a Gabriel Boric, el actual presidente. En alguna oportunidad aclaró que Pinochet habría votado por él si estuviese vivo. 

Padre de nueve hijos y adepto al movimiento católico Schoenstatt, su partido se erige previsiblemente en contra de la educación sexual integral, el aborto, el matrimonio entre personas del mismo sexo (y en consecuencia también la adopción de niñes por parte de parejas del mismo sexo) y en 2007 hasta inició una cruzada para prohibir la píldora anticonceptiva de emergencia. Básicamente todo eso que cínicamente las fuerzas de derecha han dado en llamar “ideología de género”, como si existiera tal cosa. Pero los fantasmas le ayudan a la derecha en el mundo entero. Así, los ejes del discurso de Kast han sido la seguridad, la economía y la migración. Hijo él de inmigrantes que llegaron desde Alemania en 1950, una de sus propuestas en algún momento fue la de crear una zanja en la frontera norte de Chile para controlar las corrientes de gente ingresando irregularmente al país. Habla también de bajar los impuestos y reducir el gasto público, la vieja idea de achicar el Estado para darle al mercado más margen de acción. En sintonía con lo que se viene discutiendo en otros países, también cree que se debe aumentar la edad de la jubilación.

Muchos encuentran similitudes con personajes como Trump o Bolsonaro pero destacan en Kast un estilo mucho más calmado. Lo que sí tiene en común es una base de apoyo electoral en el sector evangélico. Y, como ocurre irónicamente con muchas de las derechas y ultraderechas en América Latina, ha sabido construir cierto vínculo con Vox, el partido de extrema derecha que en España no sólo promueve ideas xenófobas, sino que no reconoce ni la responsabilidad ni la herencia de su pasado colonial en América Latina. 

Ellos y nosotros

No importa si hablamos de la relación de Italia o Alemania con su ¿pasado? fascista. Podríamos haber indagado en cambio en la Francia de Jean-Marie Le Pen que se le escurre a Macron o el discurso anti derechos en Polonia. Lo cierto es que a la derecha de la derecha existe una fuerza agazapada esperando una mirada cómplice, terreno fértil, la vulnerabilidad precisa. No existen los derechos conquistados, el mundo se resquebraja en un segundo. Se han envalentonado entre ellas y nos han exigido atención. 

Un argentino en Twitter se refugiaba en la idea de que al final tanto Trump como Bolsonaro fueron presidentes de un solo término y que entonces “todo pasa”. Eso es por lo menos inexacto, teniendo en cuenta que Lula, uno de los líderes más importantes de América Latina, uno de los pocos en terminar su presidencia con un índice de aprobación que rondaba el 80%, tuvo que pactar con un amplio –muy amplio- espectro de la política brasileña e integrar fórmula con Geraldo Alckmin -un político de centroderecha que supo ser su oponente- para enfrentar a Bolsonaro en las últimas elecciones. Aun así, los resultados marcaron un 50.90% para Lula vs. un 49.10% para Jair. Trump, asediado por denuncias judiciales, lidera hoy las encuestas de la interna republicana y tiene reales chances de volver a sumarse a la carrera presidencial. 

Pero hay algo más. Ese “todo pasa” deja afuera de la discusión algo más grave: que no cualquiera puede darse el lujo de probar a ver qué tal. Que hay ciertamente un privilegio en poder replegarse en las propias seguridades hasta que vuelva a salir el sol. La ultraderecha tiene efectos muy concretos. En Alemania los ataques a centros de refugiados y minorías son algo común. Sí, esa gente cuya vida corría peligro en su país de origen, que sobrevivió a un camino plagado de peligros hasta llegar a Europa, ahora se enfrenta con el riesgo de morir quemado por otro ser humano que siente su identidad amenazada por su presencia.

El polémico primer ministro de Hungría, Viktor Orbán, construyó una valla de 175 km en la frontera con Serbia y Croacia para detener el flujo de migrantes. Irónicamente, Hungría no fue siempre tan reacia a dar asilo a quienes lo necesitaban. Entre los años 80 y los 90, el país recibió a miles de personas de origen húngaro que huían de Rumania y también a aquellos que se habían visto desplazados por la guerra en la ex-Yugoslavia. El primer ministro no ve en ello ninguna contradicción: «La apertura de las fronteras en 1989 y la protección de estas fronteras hoy son las dos caras de una misma moneda», dijo Orbán en un discurso en el Parlamento de Baviera y agregó que en 1989 «luchábamos por la libertad de Europa y ahora protegemos esta libertad«.

Hay un “ellos” y un “nosotros”. El racismo, la xenofobia, la islamofobia son el telón de fondo de las palabras de una extrema derecha que, a pesar de tener sus particularidades en cada país, comparte narrativas y contrincantes. Este rasgo contra la inmigración no es necesariamente el más presente en el caso de América Latina ni de Milei específicamente –al menos por ahora-. 

Eso no les impide tejer redes a uno y otro lado del océano. El chileno José Antonio Kast, el hijo del expresidente Jair Bolsonaro en Brasil y el presidente de Vox en España, Santiago Abascal, publicaron algún mensaje elogiando el desempeño de Javier Milei en las primarias argentinas.

Todos ellos, también los ejemplos que mencionamos en Europa, tienen una relación por lo menos complicada con el sistema democrático. Los rasgos autoritarios se vuelven palpables en su discurso. Si bien existe cierta tentación de catalogarlos como fascismo, el historiador italiano Emilio Gentile asegura que eso “no nos hace comprender la novedad de estos fenómenos y el peligro que tienen en sí mismos: que la democracia puede convertirse en una forma de represión con el consentimiento popular”.

Esto no sucede de la noche a la mañana, claro está. Existe antes una serie de síntomas que van marcando el rumbo. Mucho se ha hablado ya del desencanto y del fracaso de la política por interpretar las demandas de aquellos a quienes dice representar. Y qué es la política sino exactamente eso, por más que algunos egos nos usen de laboratorio. A esta altura la crisis de los partidos políticos es bastante obvia, sobre todo cuando entendemos que no es capricho de un solo país ni un solo electorado. La ultraderecha busca conectar con esas sensibilidades desde la emocionalidad y no tanto desde las soluciones reales que le exigimos a otros partidos y en su radicalización del discurso se lleva puesto todo. La extrema derecha tracciona así a todo el espectro político a asumir su agenda, a utilizar su lenguaje. El límite entre la derecha tradicional –muy asustada de perder un voto- y la extrema derecha se vuelve mucho más difuso.

Pero no todo está perdido: con los niveles de violencia que nos han traído estos tiempos en toda la región, la Argentina sigue apostando por elegir el sistema democrático para canalizar sus diferencias. Ese sigue siendo el campo de batalla y cuidarlo es una obligación. Analizar las experiencias de otros países puede ofrecer una ayudita a la creatividad. Si hablamos de la Unión Europea es porque los organismos regionales pueden tener cierto peso en el rumbo que elegimos. Ciertamente la UE tiene una multitud de trapitos sucios por lavar, pero la dependencia económica que le impide a Giorgia Meloni cumplir todas las expectativas de su electorado demuestra que, como plantea el eurodiputado Javier Moreno, se puede generar cierta “red de seguridad”: “aquí o juegas con los demás o hace mucho frío fuera”, asegura.

Por otro lado, el concepto de “cordón sanitario” para aislar a la extrema derecha, así de frágil como se vive, sigue siendo una apuesta interesante de algunos países europeos (cuando no hay mucho más). Mientras Mauricio Macri y Patricia Bullrich sigan coqueteando con la extrema derecha, mientras siga habiendo un vale todo en la política argentina, las probabilidades de algo así parecen muy lejanas. Mientras el resto del espectro político siga disperso, comprometido más con sus ideales intocables que con la realidad, también.

Mientras tanto, la incertidumbre, el peor de los males. Íñigo Errejón, diputado español, fue quien mejor describió eso que dejaron las PASO en la Argentina: “cuando “no hay futuro” no merece la pena cuidar nada. Ni del otro, ni de la sociedad, ni del planeta. Y entonces el “sálvese quien pueda” parece rebeldía, cuando en realidad sólo es el poder descarnado de los que más tienen”.

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